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jueves, 23 de junio de 2022

O sea... flipo. Me acabo de encontrar con este relato, fechado el 27 de marzo de 2020 con el título "Relato improvisado", del que no tenía ningún recuerdo.

Nací en los años 50 en un Madrid engrisecido por la dictadura. Era el mediano de tres: mi hermana mayor, delgada y aplicada, responsable como ella sola; mi hermana pequeña, sonriente y alocada, sin rumbo claro. Mis padres eran buenos, nos querían, pero no nos hacían demasiado caso. Mi madre estaba más preocupada por la política que por el resto de cosas en este mundo. También le importaba mucho la comida. Hablaba a menudo del hambre que había pasado en la guerra y estaba un poco obsesionada con que nadie se quedara con hambre jamás. En una clara contradicción, parecía satisfecha cuando la gente no era capaz de comer más y dejaba comida en el plato que finalmente acababa en la basura. Solía hablar de lo importante que era la comida y de cuánta falta le había hecho a su familia y luego no tenía reparos en ir con los restos al cubo de la basura. A mí siempre me ha dado pena tirar comida. Me cuesta entender cómo la gente es capaz de hacerlo... pero esta no es una historia sobre la comida. Estaba contando que nací en los años 50 en un Madrid engrisecido por la dictadura y creo que es importante volver ahí. La dictadura. España había pasado una guerra civil de la que todo el mundo sabe ya, así que no me detendré ahí. Pero para mi historia sí es importante decir que mi familia la había vivido en el bando de quienes perdieron. Los rojos. Desde que tengo uso de razón he oído contar cientos de veces cómo fusilaron a mi abuelo, que era Guardia Civil, porque había sido leal a la República. El caso es que mi vida está marcada por un fusilamiento. Quienes dispararon aquel día de julio de 1939 no sabían que muchos años después yo me levantaría cada mañana pensando en esa escopeta. ¿O qué tipo de rifle había sido? Eso no lo sé y creo que nunca lo voy a saber. No sé con qué fusilaban a la gente. Sí sé que le habían condenado a garrote vil y finalmente lo fusilaron. Ahí quisieron ser amables, supongo. A quien sí conocí fue a mi abuela, una señora cariñosa que siempre vestía de negro. Me imagino que se puso un vestido negro el día que se quedó viuda y nunca jamás volvió a vestir de otro color. De hecho, me cuesta recordarla con otro atuendo que no fuera el mismo vestido negro que llevó durante los dieciocho años que viví con ella y con el que la enterramos. Supongo que por las noches se pondría un camisón, pero yo nunca lo vi. Quizá el camisón también era negro... Mi abuela no era muy religiosa hasta que fusilaron a su marido. Ese día, de pronto, se le pegó un rosario a las manos que ya jamás soltó. Hablaba muy bajito y muy poco, pero murmuraba gran parte del día. Cuando la recuerdo, se me viene a la cabeza el ruido que hacen las hojas en otoño al caer de los árboles. Así crecí. Siendo el mediano de tres en una casa en la que no había habitaciones para todo el mundo y en la que todos
los días se hablaba del abuelo (aunque la abuela jamás se pronunciaba sobre el tema) y donde los pucheros siempre borboteaban. Ahora que mi madre ya no está, si pienso en ella no puedo evitar oír un chop chop a la vez. Mi madre hablaba mucho y muy alto, todo lo contrario que su madre. Reía y hasta gritaba con alegría con más frecuencia de la que me gustaba. Tengo que reconocerlo. Me
ponía nervioso. Mi padre, sin embargo, era silencioso como su suegra. Se pasaba el día trabajando y leyendo. No opinaba sobre nada casi nunca. Trabajaba en una oficina en Reina Victoria haciendo no sé qué (nunca lo supe y todavía hoy sigo sin saberlo), llegaba a casa al mediodía, comía, se echaba la siesta sin reconocerlo y se iba de nuevo haciendo el mismo ruido que cuando había llegado: ninguno. Después de comer y antes de sentarse en el sillón “a pensar” (como él decía) cogía su plato y su vaso, los llevaba a la cocina, volvía, se encendía la pipa y reposaba. Así lo llamaba él. Reposar. Todavía recuerdo el último día que lo vi reposar. Tenía 76 años cuando reposó para siempre. Mi madre vivió quince años más que él y habló hasta el último día. Ella no concebía el silencio. Yo no sé si será porque arrastraba un trauma del colegio de monjas en el que había pasado un año y medio durante la guerra. Quizá allí tuvo que guardar tanto silencio que después nunca más pudo callarse. Siempre llevaba unas gafas con los cristales ahumados y se ponía rulos todas las mañanas. Después de esa infancia tranquila en la que con frecuencia me sentía ignorado, me hice mayor. Tengo la sensación de que eso pasó un día. De repente. Recuerdo perfectamente que en una ocasión me miré los brazos y me di cuenta de que ya eran larguísimos. Creo que ese día supe que era adulto y me puse a buscar trabajo. Cerca de nuestra casa, en Chamberí, había un mercado lleno de puestos repletos de colores y ahí conseguí trabajo de mozo. Ayudaba a Don Paco, un señor barrigón que me mandaba a hacer recados bastante entretenidos. Mi madre, que no había podido estudiar por la guerra (lo decía dos o tres veces a la semana, generalmente a la hora de la
merienda), estaba bastante convencida de que el trabajo dignifica y no hace falta tener estudios para ser una buena persona, pero a la vez quería que sus hijos fueran a la universidad. Así que compaginé durante varios años las clases con el trabajo con Don Paco hasta que un día llegó a casa y me dijo: “Se acabó eso de ser el mozo. A partir de ahora, solo estudias”. Y así fue como me despedí de Don Paco para preparar los últimos exámenes antes de entrar en la universidad. Todo el rato la dictadura, ¿eh? No podemos perder el telón de fondo. Siempre dejando que mi madre decidiera por mí, me matriculé en Derecho cuando a mí las leyes me interesaban menos que los motivos por los que la fruta subía y bajaba de precio. Don Paco solía darme unos discursos acaloradísimos sobre este asunto y llegué a cogerle tanta manía a la fruta que desde que dejé de trabajar con él tardé años en volver a comerla. Desarrollé especial manía a las fresas y las mandarinas, pero todas ellas me caían mal. Menos el melón, claro. El melón fresquito en verano era una delicia... El caso es que me matriculé en Derecho y pasé unos dos años haciendo que estudiaba intentando convencerme a mí mismo de que algún día encontraría la gracia a aquello. Por las noches, cuando volvía a casa, recuerdo cómo soñaba despierto con una Constitución. Eso sí que me
interesaba... La Constitución. Me había leído muchísimas veces todas las constituciones del siglo XIX y la de 1931 me la sabía casi de memoria. En mi cabeza, porque nunca lo llevé al papel, yo había ideado la Constitución perfecta. Estaba inspirada en todas las anteriores, especialmente (como no podía ser de otra manera) en la de 1931, pero iba más allá. Era la Constitución ideal. El caso es que cuando cumplí veinte años llegué un día a casa y le dije a mi madre que aquel paripé se había acabado. Yo quería ser periodista. Y nunca más volví a la facultad de Derecho. Una vez, muchos años después, tuve que ir a recoger a una de mis hijas a la puerta porque hizo allí la selectividad. Ironías de la vida. Pero desde aquel día en que me planté delante de mi madre por primera vez... ya no
pude dejar de hacerlo. No regresé jamás a ese edificio gris y feo y tampoco volví a callarme jamás cuando no estaba de acuerdo con mi madre. Eso supuso que de ahí en adelante las comidas
familiares se convirtieran en discusiones arrebatadas en las que mi padre no se inmutaba y mis hermanas se posicionaban de mi lado o del de mi madre dependiendo del día, del tiempo y del viento. Mi hermana mayor solía ponerse más de mi parte mientras que la pequeña tendía al lugar del que salió. Daba igual el tema... Parecía que el asunto era gritar un poco. Muchas veces me imaginaba qué habría dicho mi abuela de haber seguido viva... pero ya no estaba. 

Mi hermana mayor pronto se casó con un marinero que había conocido en las vacaciones en Mallorca y se quedó embarazada casi según salía de la iglesia. Mi madre se disgustó muchísimo porque ella hacía gala de un ateísmo que, dicho sea también, yo nunca me creí. El marinero le caía fatal, pero creo que habría sido imposible que mi hermana hubiera escogido un hombre que a mi madre le hubiera gustado. Tampoco le gustaron ninguna de mis novias y pasó lo mismo con las parejas de mi hermana pequeña. Todos eran poco para nosotros, que éramos los más listos y los más guapos aunque luego nos gritara a la primera de cambio. Un día, mi hermana pequeña llegó de la mano de una chica y nos dijo que era su novia. A mi madre la cara se le puso primero amarilla y después gris para terminar sonriendo con una mueca forzada y bastante falsa. Jamás dijo que no le parecía bien o que no lo entendía, pero yo siempre he pensado que no le parecía bien y que no lo entendía. Mi hermana mayor se quedó embarazada de nuevo casi al día siguiente de salir del hospital con una cosa muy pequeña y muy arrugada en brazos que después se convertiría en una de las personas más importantes de mi vida. Y volvió a pasar lo mismo cuando salió de nuevo del hospital con otro burruño pequeño y llorón. La sensación era la de que mi hermana llevaba embarazada diez años cuando yo conocí a la mujer con la que he pasado los últimos veinte años de mi vida. Los años iban pasando y mi padre llegaba cada día más derrengado a casa hasta que un día, así sin avisar, se
murió. Yo nunca terminé Periodismo tampoco. Ni Historia.

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