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jueves, 16 de abril de 2009

Mateo había llegado del campo hacía apenas dos años y seguía sin habituarse a la vida de la ciudad. Su cara sonrosada y su cuerpo fornido le daban un aspecto entrañable a la vez que peligroso. Sus manos eran las de un hombre que había crecido en el campo y su corazón el de un ser humano que había nacido para querer. Cuando besaba a Sofía el corazón le dolía de amor.
Su padre, Saturnino, era de un pueblo en la provincia de Cáceres y allí había crecido Mateo. Saturnino había salido del pueblo dos veces en su vida: la primera, para acompañar a su padre, el abuelo de Mateo, a un pueblo cercano a vender las patatas que cultivaban, la segunda y última a la ciudad más próxima, donde conoció a Sol, la madre de Mateo. Se habían enamorado nada más verse. Ella le había atendido jugando su papel de receptora de las visitas en aquel lugar al que Saturnino había ido, Mateo nunca supo a qué. Él la había amado desde el momento en que ella sonrió.
Pocos días después ambos volvían al pueblo juntos y Sol permanecería allí para siempre, brillando con luz propia e iluminando la vida de todos los que la rodeaban.
Cuando Mateo era pequeño, Sol le contaba historias de sitios lejanos. Una tarde, cuando tenía catorce años, Mateo había comunicado a su madre la decisión de marchar a la ciudad cuando tuviera edad y Sol se había limitado a sonreír.
Años después había hecho la maleta, había cogido el autobús y se había ido, sabiendo que nunca regresaría.

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