Historias de nadie...

Abril nació en octubre. Conoció a Julio en agosto y en septiembre del año siguiente tuvieron su primera hija, a la que llamaron Junio.
Los días, las semanas y los meses pasaban por su vida sin que nada verdaderamente importante sucediera nunca, pero solía pensar que a pesar de todo era feliz.
Julio tenía la cara delgada, el corazón ancho y el pelo largo; se ocupaba de la dirección de una tienda de moquetas que había sido de su padre y antes de su abuelo. La tienda, que llevaba por nombre el apellido de la familia, estaba ubicada en un local pequeño en el centro de la ciudad, en una estrecha calle sin salida que daba a parar a la calle Mayor. Allí, según se entraba, había un mostrador de madera que databa de los primeros tiempos del negocio, dos sillas en el lado de los clientes y una en el lado en que Julio pasaba las horas leyendo. Además, por toda ornamentación, en la pared colgaba sobre su cabeza un antiguo reloj de péndulo que medía el inexorable paso del tiempo desde hacía décadas y un pequeño cuadro con flores tan oscuras que apenas se distinguían. Sobre el mostrador, un catálogo grande y pesado mostraba ejemplares de las moquetas que luego uno podía pedir a su gusto en cuanto a medida y grosor.
Abril tenía una pequeña buhardilla en las afueras de la ciudad, en algún lugar entre el antes y el después, donde dejaba salir su alma a través de un pincel cada tarde y hasta que veía a través de la ventana el atardecer. En ese momento recogía, se deshacía la coleta y marchaba para casa. Normalmente, a su llegada, Julio la esperaba con la comida hecha y unas enormes ganas de besarla.
Junio había crecido entre la casa de su abuela materna, la madre de Abril, y la de su abuelo paterno, el padre de Julio. Por las tardes, al salir de la tienda, Julio pasaba por casa de su padre y recogía a la niña, quien había heredado los ojos azules de su padre y las ganas de soñar de su madre.